10 de diciembre de 2012

despotismo soft /// antonio méndez rubio



Michael Brown .,,.Caught in the Eye



“La desaparición del exterior.”
(( mediodía, o despotismo soft ))
Editorial Eclipsados 2012
Antonio Méndez Rubio
Bienvenidos al espectáculo
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(Sobre las nuevas condiciones del estado). Le pasa ahora a la publicidad como a la propaganda de guerra, y era de esperar que así fuera porque los fines económicos y los políticos están cada vez más íntimamente unidos a nivel estructural: que sus dispositivos desbordan todo cauce, todo espacio y tiempo supuestamente específicos, para realizar un paulatino pero irreversible movimiento de totalización. Por eso se ha hablado de la emergencia ideológica e institucional de un nuevo Estado-Guerra, en el cual, “al aparecer el fascismo postmoderno como totalidad dinámica que se confunde con la realidad, nos está diciendo que no existe un Afuera desde donde atacarlo y, a la vez, que sólo puede ser rechazado y destruido en tanto que Todo”(López Petit 2003). En las nuevas condiciones estratégicas del Estado la publicidad y propaganda se convierten en resortes cruciales para la gestión simbólica del consenso, el borrado de toda resistencia pública y la continua reactivación de la guerra permanente contra la gente y contra la vida
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La hegemonía de la publicidad como institución y como discurso suele derivarse genealógicamente, y con razón, de las transformaciones sufridas por el modelo económico mundial a partir de los años veinte y treinta del siglo XX. El capitalismo eufórico de la primera revolución industrial se enfrentaba a una crisis de sobreproducción (el llamado “problema de los stocks”) que requiere no sólo, como se sabe que sucedió con la Primera Guerra Mundial, un recrudecimiento de la lucha internacional por los mercados, sino además, y al mismo tiempo, una entera redefinición de las prioridades del sistema productivo. Lo que se le pide a éste, en una palabra, es que coloque en su centro la estimulación del consumo a gran escala (de extensión y de intensidad). La publicidad, como espacio y condición de lo público, había surgido en los siglos XVIII y XIX preñada de potencialidades democráticas y dialógicas (así lo ha documentado J: Habermas en su conocido Historia y crítica de la opinión pública). No obstante, el contexto estadounidense de 1920 creará las condiciones para un giro decisivo: la publicidad como apertura del espacio público en tanto espacio de legitimización moderno (Öffentlichkeit) canalizaba ahora su significado y sus operaciones hacia la prioridad de la “economía de mercado”
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La publicidad se preparaba así para ocupar el lugar social que hoy le reconocemos: en el centro del organismo económico y sociopolítico recibe el encargo de naturalizar y conducir toda estructura social hacia la excelencia ideal de la moda, el individualismo y la libertad. Ese desplazamiento estructural, que quedaría definitivamente asentado a escala trasnacional en la segunda mitad del siglo XX, permitía que la institución publicitaria ( y sus satélites operativos como las relaciones públicas, el patrocinio o la propaganda) diera una prioridad sistémica y “pública” a lo económico que no le había sido reconocida en los orígenes de la modernidad, al tiempo que esto posibilitaba reajustar las disfunciones productivas sin que esto dañara (más bien al contrario) los intereses de las élites empresariales y gubernamentales.
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Sin embargo, el punto débil de este giro tenía que ver precisamente con el ámbito de lo político como espacio de los intereses públicos. El estado, responsable histórico de la administración pública y cuna universalista de la democracia y la “opinión pública” tenía sin embargo que amparar un protagonismo de la Publicidad (como mediación mercantil) que colocaba los intereses privados (motores del mercado) en el escaparate del “gran proyecto consumista”. Apenas un cuarto de siglo después, ya en los años cincuenta, podía verse con claridad que la kulturkampf se iba a convertir en el arma operativa del estado capitalista más maleable y flexible del último tercio del siglo XX. Como ha demostrado Frances Stornor Saunders (2001), ya a mediados de los sesenta la CIA presumía de poder cubrir todos los puestos docentes de una universidad entera con sus analistas, de modo que los años de la Guerra Fría se dedicaron en cuerpo y alma al diseño de una maquinaria de control cultural que, apoyada en el prestigio creciente global de la cultura masiva, alardeaba de valores ideales y humanitarios gracias a la instrumentalización del Arte y la Cultura. De ahí que, como indicara Richard Elman (citado en Saunders 2001)
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“la CIA no sólo participaba en una guerra fría cultural de una manera abstracta y puramente pragmática, sino que tenía en mente objetivos muy bien definidos, y sus preferencias se decantaban por algo muy concreto: la alta cultura.”
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En realidad, la Cultura y el Estado se necesitaron mutuamente desde el principio de la modernidad. El diseño elitista del espacio cultural permitía proyectar un territorio de reconocimiento público, colectivo, de modo que esa idea de Cultura –con mayúsculas- formulaba a la perfección el proyecto político del estado-nación moderno: mediante la conocida ideología de la representación, canalizaba discursos y valores supuestamente “humanistas” y “universales” (generales) reforzando el poder administrativo de élites y grupos de poder (sectoriales) que estaban inmersos en ambiciosos procesos de expansión colonial. El etnocentrismo y la exclusión mantenían, así, con respecto al Humanismo y (los elementos más agresivos de) la Ilustración una relación homológica a la que la política autoritaria de determinadas minorías implantaba sin descanso contra las mayorías sociales de aquel tiempo (del que nuestro mundo procede en términos históricos) en nombre de los ideales democráticos.
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Así pues, en la modernidad, la Cultura y el Estado trabajaban juntos con un fin común: la naturalización y neutralización de los conflictos sociales. Esto no significa claro está, que toda manifestación cultural o estética moderna fuera y no pudiera ser otra cosa que un instrumento de represión estatal. Lo que significa es que las manifestaciones más poderosas de la Cultura (el Arte, el Gusto, la Educación…) maximizaron su poder gracias a la convergencia funcional con un modelo de estructura política que tenía que jugar públicamente las bazas ideológicas de la igualdad, la libertad y la fraternidad para fundarse como modelo democrático de progreso. Como planteaba Stuart Mill en sus Considerations on Representative Government(1861), la minoría instruida” se convierte en un correctivo sobre la voluntad inculta de la mayoría, un correctivo que asume la misión civilizatoria de actuar como tutora de los ciudadanos y como su representante a nivel gubernamental.
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La meta moderna de la “emancipación humana” pasa entonces por un cierto ideal cultural y estético cuya reproducción está en manos de los grupos de clases sociales dominantes, especialmente la burguesía. No es raro que se hayan podido documentar, como han hecho en un trabajo más que valioso Lloyd y Thomas (1998), frecuentes y conflictivas manifestaciones de resistencia a la educación de Estado por parte de las clases trabajadoras y los grupos más en desventaja ante el avance indetenible de la modernidad. De hecho, está todavía por aclarar con precisión si el monopolio de la educación pública por parte del Estado (y del Mercado) ha supuesto un avance sustantivo en la lucha por la emancipación de las clases desposeídas o si, más bien, ha supuesto un proceso ambivalente de instrucción y a la vez de aplazamiento de esa expectativa emancipadora (que la sociedad se gobierne a sí misma). El valor estratégico de la educación, en fin, se entiende en el paso histórico de la jerarquía aristocrática a la hegemonía burguesa a partir de 1789, pero no implica automáticamente la caída del elitismo y el autoritarismo a favor de una sociedad más democrática y más libre. Al contrario, el elitismo y el autoritarismo quedaron reforzados mediante nuevas clases y nuevos apoyos estratégicos.
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Como bien explican Lloyd y Thomas (1998), aquella redefinición decimonónica del espacio político habría sido inviable sin la política (y la ética) propia de una “cultura del espectáculo” para la cual, según la perspectiva kantiana, el Sujeto (intelectual y político) debía ubicarse como espectador o juez desinteresado en relación con lo real –lo que implicaba, de hecho, que las masas de campesinos y proletarios, de mujeres y esclavos, fueran incapaces de acceder a la condición de Sujeto desde el principio. En esa coyuntura, el teatro, como en el caso del estado español durante el Siglo de Oro, se convertía en el primer espectáculo masivo de la sociedad moderna, acompañado por otras formas y variantes culturales que pujaban por el disfrute mayoritario como la novela, el folletón o el melodrama.
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La Cultura, en fin, permitía el trazado de un ámbito de representación e identificación entre Individuo y Estado a escala nacional, a la vez que colocaba así en la tarea inmensa de mantener la vida social en un estadio de heteronomia y subordinación. Visto desde la óptica de principios del siglo XXI, el proyecto de la modernidad ya se ha desplegado y ha madurado hasta manifestar sus primeros síntomas de desgaste. No es extraño que ahora que las fronteras de los estados nacionales se estén viendo sobrepasadas por las exigencias de una economía y una política cada vez más globales (o globalitarias, como diría Ramonet 1998), ahora pues, las ciudades sean más receptivas a la hora de formular un nuevo foco de acción institucional y estructural. Los códigos de la “cultura del espectáculo” se han desplazado (regenerándose) del ámbito preferente del estado-nación al territorio por mementos intercultural y cosmopolita de la ciudad-empresa, sin que ese desplazamiento requiera que se resientan los mecanismos principales del sistema político y económico. Más bien cabría decir que éstos han encontrado en la última década las pistas para un nuevo régimen de alianzas.
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            Por el camino de “la sociedad de consumo” se llega en suma, a la nueva hegemonía del estado-guerra y la ciudad-marca. El imperio de la publicidad y la propaganda cumple aquí la función de legitimarlos. Y esa función se cumple cotidianamente no ya el aplazamiento sino la negación (por omisión) del debate público y el conflicto social.


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J.Ibañez “La burguesía tiene vocación de eternidad. Pero el polvo de las ciudades en ruinas hace crecer las barbas del Tiempo.”

Debord “La sociedad se ha proclamado oficialmente espectacular. Ser reconocido al margen de las relaciones espectaculares, eso equivale ya a ser conocido como enemigo de la sociedad.”


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Allá cada cual con su desaparición!! 

 



“La desaparición del exterior”


Antonio Méndez Rubio






















más información del libro...







Aquí os dejo un libro de Paulo Reglus Neves Freire
publicado post-mortem que sumaré a los "pdf encuentros digitales"
                                                                      allá en la margen derecha
Pedagogía del Oprimido"""://



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